Hace algunos meses me tocó salir de casa con el pequeño Braulio, de mañana y él recién levantado, caminamos por la calle, platicamos, seguramente me reclamó por despertarlo a las 10.30 de un domingo de descanso y llegamos a casa de sus abuelitos.
Felizmente saludó a los que se encontró a la entrada de la casa y se dispuso a entrar, caminaba rápido, hablando y volteando para atrás cuando ¡tómalas!, al voltear al frente para seguir su recorrido se topó con la esquina de una mesa y se pegó en el párpado.
Entró a la casa, saludó mientras le sobaron y al entrar yo la pregunta de su abuelita fue: '¿qué no lo persignaste?'... ¡toooooiiiiiinnnnnnnn! Mi grillito cantor nomás me dejó contestar: 'no, yo no persigno ni a mi persona'.
Después del acontecimiento dejé de ser bendecida por la señora, pero afortunadamente lo entendí: no soy distraída, es que no me persigno. 26 años sin saberlo, qué ciega estuve.
No hay comentarios:
Publicar un comentario